Domingo, 20 de abril 2025
PASCUA DEL SEÑOR – AÑO C
Comentario del Evangelio dominical
Lc 24:1-12
Aleluya, aleluya, aleluya.
Dad gracias al Señor porque es bueno
porque su amor es eterno.
Que Israel diga: “Su amor es para siempre”.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
La diestra del Señor ha resucitado,
la diestra del Señor ha hecho proezas.
No moriré, sino que permaneceré vivo
y proclamaré las obras del Señor.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
La piedra desechada por los constructores
Se ha convertido en la piedra angular.
Esto fue hecho por el Señor:
Una maravilla a nuestros ojos.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
¡Laudato si’, o mio Signore! ¡Aleluya! Con el corazón rebosante de alegría pascual, contemplamos hoy el acontecimiento central de nuestra fe: ¡La resurrección de Cristo! Estamos en la culminación de la historia de la salvación, con la liturgia del triduo pascual. Los invitamos a bajar el ritmo, a reservar un tiempo para profundizar y orar sobre estos versículos de la Palabra. La lectura de los pasajes de Lucas en estos días solemnes se centró en el lugar de los hechos, inmerso en la creación. Un olivar, un monte y un huerto. Hoy nos encontramos en el jardín, prefigurado ya en el diálogo entre Jesús y el malhechor en el monte del Gólgota. Y aquí se nos une una pregunta: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? A Jesús no hay que buscarlo entre los muertos, porque Él es el Viviente. Podemos encontrarlo cada día, en nuestra vida cotidiana, si aprendemos a vivir en su lógica, despojándonos de los prejuicios humanos que nos dan una visión distorsionada del rostro de Dios.
¿Qué es la resurrección? Quizá merezca la pena que nos hagamos esta pregunta de vez en cuando. Hoy es un día especial, para todos nosotros, y quizá convenga dedicar algo de nuestra atención a este concepto de fe que a menudo corremos el riesgo de dar por sentado. Somos cristianos y creemos en Jesús resucitado. Si Jesús no hubiera resucitado, ¿en qué creeríamos? Está claro que, para nuestra fe, éste es el acontecimiento central de toda la historia. Pero habría que preguntarse: ¿Realmente lo creemos, o somos como los saduceos que negaban la resurrección? A los saduceos, Jesús les respondió: “¡No es un Dios de muertos, sino de vivos! Estáis muy equivocados”. El gran error que surge “desde el momento en que no conocéis las Escrituras, ni el poder de Dios”. Esta es la gran promesa de Dios desde el Antiguo Testamento, y reiterada por Jesús. Y, en cambio, a menudo parece que sólo creemos lo que vemos, a la luz de nuestros miedos. Tenemos miedo a la muerte, y por eso pensamos que “mientras hay vida hay esperanza”. La resurrección es mucho más que eso.
No se trata de reanimar un cadáver; al fin y al cabo, eso le ocurre a Lázaro, que tiempo después, meses o años más tarde, vuelve a morir. Tampoco se trata de reencarnación, como si el cuerpo se convirtiera en una especie de prisión para el alma. En cambio, la resurrección tiene que ver con el cuerpo y el alma, juntos porque son vivificados por el espíritu de Dios. Es Dios quien da la resurrección, que nos permitirá, en este mismo cuerpo, tener la forma de Dios, que se manifiesta en las virtudes y los dones del Espíritu. Lo hermoso es que podemos vivir como resucitados ya ahora, a partir de hoy, ¡si en nuestro interior sentimos la alegría plena de esta promesa! Encarnando la alegría del padre misericordioso que dice: “este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.
“El primer día después del sábado” indica el primer día de la nueva creación, el primero de los sábados. Con la resurrección, ya no hay más que un solo día, el Día del Señor. Cada domingo, primer día de la semana, es por tanto un memorial de la resurrección de Cristo. Un solo día en el que siempre hay sol, después de haber experimentado una sola y larga noche en la que incluso el día se oscureció. Cuando el sol está dentro de nosotros, tampoco hay alternancia de día y noche. Las mujeres van al jardín “de madrugada”, literalmente al final del amanecer, cuando el sol empieza a iluminar el cielo nocturno. Habían tenido que esperar hasta el final del sábado, día de descanso, y en cuanto pudieron fueron directamente al sepulcro, a este jardín.
El sepulcro, en griego μνημεῖον (= mneméion), tiene en su término una raíz común con la memoria (μνημεῖον) y con la muerte y los Moires (Μοῖραι); es el signo concreto de la conciencia de la muerte que acompaña la vida de los humanos. A través de la tumba, los hombres conmemoran el destino que une a todos los humanos; los «humandi» que están destinados a volver al humus, a la tierra. Memoria de los orígenes, todos estamos hechos de tierra, y a la tierra destinados a volver. Una piedra, en cada tumba, separa así a los que ya han muerto de los que aún no lo han hecho. Toda nuestra cultura puede estar basada en el miedo a la muerte, o en la experiencia de las mujeres en este jardín. Si para nosotros todo termina con la muerte, y sólo volvemos a la tierra, entonces podemos arriesgarnos a vivir como codiciosos, devorados por el miedo. Si recordamos que, además de la tierra, Adán vive con el aliento vital de Dios, significa que también nosotros volvemos a Dios, y entonces cambia la perspectiva.
“Encontraron la piedra removida del sepulcro”; esa gran piedra que se había puesto allí para separar a los vivos de los muertos. Apartada, como signo concreto y visible, porque ya no hay nada que separe a vivos y muertos. Casi a oscuras, imaginamos el miedo y la incertidumbre, al encontrar el jardín diferente de como lo dejaron. Cuando nuestras certezas se derrumban, aunque nos causen dolor. Habían traído “consigo las especias que habían preparado”, podemos imaginar los sentimientos que animaban a estas mujeres que querían honrar, con amor, el cuerpo de su amigo. Y que, en cambio, se encontraron con la piedra removida, y “cuando entraron, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús”. ¡Imagínate el terror de las mujeres! Hay un vacío, que representa el centro de toda nuestra fe. Así como el vacío, la kénosis, representa el acto creador de Dios, en el jardín de hoy el vacío es el signo de la nueva creación, del nuevo nacimiento que tuvo lugar en el madero de la cruz.
La primera reacción que experimentan las mujeres es la incertidumbre. Todas las certezas caen, atrapadas en la aporía: la constatación de que se encuentran en un límite que nunca antes habían experimentado. Por un lado está la certeza que todos tenemos como seres “humandi”, de que todo termina con la muerte. Esta certeza se pone en duda, por la forma en que se encuentra la tumba sin signos de robo. Se asoma la duda del recuerdo de lo que Jesús había dicho en vida, y que nadie entendió. Cuestionada por el deseo íntimo en todo hombre de la vida. A la incertidumbre sigue el terror; las mujeres se asustan e inclinan el rostro hacia el suelo.
“He aquí dos hombres que aparecen cerca de ellos con vestiduras resplandecientes”; son dos ángeles, dos portadores del anuncio. Jesús ya ha resucitado, a Lucas le interesa decir cómo creer un anuncio, porque se dirige a Teófilo y a la gente de la tercera generación de cristianos, es decir, a todos los que no conocemos testigos directos o amigos de testigos oculares. Son estos dos hombres los que anuncian, hoy, la resurrección a través de una pregunta: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?”. ¡Ojalá tuviéramos en la vida la suerte de encontrarnos con buenos maestros que nos hagan las preguntas adecuadas, que nos abran los ojos y nos aporten vida! Nos ayudan a reconstruir nuestras certezas, partiendo de nuestros recuerdos.
“Acordaos de lo que os habló” suena hoy como una invitación a todos nosotros, hoy al final de este Camino Laudato Si’ que nos ha llevado en estos domingos a una mirada más atenta a la Escritura. Y, más en general, es una invitación a la vida cotidiana, acompañada por el recuerdo de las palabras de vida que hemos recibido a lo largo de los años, en la misa de nuestra parroquia, o siguiendo caminos de profundización en la Escritura, ejercicios espirituales, Retiros Laudato Si’, peregrinaciones y encuentros personales con quienes nos han hecho gustar la belleza de la Palabra de Dios. Hoy todos estamos invitados a hacer memoria.
Recordar, de la palabra latina recŏrdari, deriva del prefijo re-, y de cordis (literalmente “traer de vuelta al corazón”), quizá no sea tanto un acto de la mente, porque se creía que el corazón era la sede de la memoria. Así que hoy no debemos hacer un gesto filosófico o intelectual, sino que en el recuerdo estamos llamados a hacer vibrar nuestra fibra sensible, nuestra humanidad más espontánea y hermosa. ¿Qué debemos llevar hoy al corazón? ¿Por qué nos lleva a creer en la resurrección?
Jesús hablaba de su sufrimiento, de su cruz. No negaba la existencia del mal, como hacemos a menudo los hombres para ser más encantadores, y responder a la pregunta «¿cómo te va?» diciendo siempre “¡todo va bien!” o como ocurre en tantos anuncios de televisión relucientes de belleza. Jesús había dicho “Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado”, pero no sólo eso. También había esperanza en su anuncio de sufrimiento cuando dijo que debía “resucitar al tercer día”. ¡Cuánto tenemos que entender sobre el significado de este hermoso verbo, “debe”, repetido en todos los evangelios y en todos los anuncios de la pasión! Era necesario no porque hubiera necesidad de sacrificio, Dios no quiere sacrificios, sino que era necesario porque en el mal estamos nosotros, y Dios viene a visitarnos en nuestra libertad y fragilidad. Lo hace siempre, desde el río Jordán donde se pone en silencio en la fila de los pecadores hasta cuando se sienta en el suelo del templo con el dedo escribiendo en el suelo, siempre en silencio, para no condenar a la mujer adúltera.
“Entonces ellas se acordaron de sus palabras”. Cada uno de nosotros hoy está llamado a ser como estas mujeres, que van temprano por la mañana, que preparan especias por amor, pero que se dejan atrapar por una sorpresa, que vencen el miedo, que confían en un anuncio dado por los ángeles. ¡Cuántos ángeles encontramos en nuestra vida! Hoy estamos invitados a escuchar palabras de vida, a recordar esas palabras que nos hacen revivir. Sólo así salimos del anonimato, y de hecho sólo después de esta acción de recordar se molesta el evangelista en decirnos los nombres de estas mujeres, que “eran María Magdalena, Juana y María la madre de Jacobo (Santiago)”. ¡Las mujeres creían que el amor es más fuerte que la muerte!
¡Qué noticia tan hermosa y tan llena de vida! Imagina que alguien que te quiere tanto te da una buena noticia, un logro. Tu corazón se llena de alegría. Tanto más que el maestro, el que en vida había dignificado a la mujer, el que mostraba un rostro de misericordia, el que curaba a los enfermos y se ponía siempre del lado de los más pobres, el que cumplía la promesa de su inmenso amor, ¡había resucitado! Alegría incontenible para estas mujeres, que “anunciaron todo esto a los Once (apóstoles) y a todos los demás”. Esto estamos llamados a hacer hoy, a alegrarnos y anunciar. A continuar este boca a boca que dura ya dos mil años, en el que hombres y mujeres cuentan a hombres y mujeres esta hermosa noticia.
¿Será todo de color de rosa? Por supuesto que no. Cuántas veces somos nosotros mismos como los apóstoles asustados, a quienes “aquellas palabras les parecieron un disparate y no las creyeron”. A veces parece que la gente delira. Este era el sentimiento de los apóstoles, ¡personas que le habían conocido en vida y habían estado en estrecho contacto con él! Más aún nosotros, que no le hemos encontrado en carne y hueso. Pero la fe sólo nace del encuentro, y en los Once se cuela el deseo de vivir, junto con el miedo, exactamente como les ocurrió a las mujeres dentro del sepulcro. Exactamente como nos sucede a nosotros, siempre.
Y efectivamente sucede que “Pedro se levantó y corrió al sepulcro, se inclinó y vio solo los lienzos mortuorios; y se fue a su casa maravillado de lo que había sucedido”. Pedro también se enfrenta a un vacío. No ve nada. Pero ese vacío, esa kénosis, es una nueva creación, es la demostración más fuerte que Jesús podía dar de su amor. Dios, en nuestras vidas, no necesita efectos especiales para mostrarnos su amor infinito, y el deseo de vida que nos tiene. Y todo esto genera asombro, alegría, deseo de vida.
San Francisco, en la maravillosa Paráfrasis del Padre Nuestro, nos recuerda que: “Oh santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro. Que estás en el cielo: en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien” (FF 266).
Damos gracias al Señor por el inmenso don de su muerte y resurrección por nosotros, y por enseñarnos a confiar. Recemos en esta jornada festiva para que esta nueva creación sea para nosotros una semilla de alegría que podamos llevar a nuestra vida cotidiana.
Les agradecemos que caminen con nosotros, y compartan sus reflexiones, en este camino sobre los pasos del Evangelio dominical.
¡Feliz Pascua del Señor!
¡Laudato si’!