Domingo 20 de febrero
7º Domingo del tiempo ordinario – Año C
Lc 6, 27-38

Nuestro recorrido por los pasos de la palabra del Evangelio alcanza hoy una de sus cimas más altas. En este texto veremos que se contiene la frase que resume todo el texto de Lucas, el Evangelio de la misericordia. Ya hemos visto cómo todo el relato del tercer evangelista se suaviza al detenerse en los aspectos humanos de Jesús, y en el consuelo de Dios, como puede verse en las parábolas solo presentes aquí frente a los sinópticos, o como en la escena de Getsemaní en la que, solo en Lucas , aparece un ángel consolando la soledad de Cristo.

Hoy continúa el sermón de la montaña que Lucas sitúa en la llanura, del que ya vimos la primera parte el pasado domingo. Un discurso que toca todos los aspectos de la vida humana: cada palabra es poética, en el sentido de «poesis», de «hacer», porque es una palabra creadora. Es aún más fuerte porque no es una palabra que construye, que crea de la nada, sino una palabra que cura, una «logoterapia», como ya hemos dicho de la primera parte de todo el Evangelio de Lucas. El domingo pasado, con las Bienaventuranzas, Jesús fijó el horizonte amplio. Hoy, sin embargo, se abordan los aspectos concretos de las Bienaventuranzas. Son cuatro imperativos: amar, hacer el bien, bendecir y rezar. En el fondo, se trata de lo que el propio Jesús ha vivido primero.

«Pero yo os digo a vosotros que escucháis»: el discurso de hoy comienza con un «Pero» porque cambia de destinatarios respecto a las bienaventuranzas, justo antes había dicho «ay de vosotros». Ahora se dirige a los apóstoles que acaba de constituir y alza los ojos para verlos. Lo primero que pide es «amar». Amad a vuestros enemigos. ¿Quiénes son nuestros enemigos? Nuestro «enemigo» es el otro, que es diferente de nosotros, que se distingue de nuestra persona. El primer enemigo, para la humanidad, fue Dios. Pensamos en Adán y Eva escondiéndose temerosos del Padre. Luego el enemigo es el hermano, igual a mí. Pensamos en Caín matando a Abel. Toda nuestra vida está rodeada de enemigos si nos alejamos de la luz de Dios. Dios no tiene enemigos, solo hijos. Además, quien muere en el martirio no grita a los enemigos que lo matan, sino que da su vida como testimonio de la verdad, amando a sus propios «enemigos».

Este verbo contiene toda nuestra dificultad para vivir el evangelio. Toda la belleza del mensaje y de la vida de Jesús. La calidad del amor se puede entender desde el amor al enemigo, porque amar a los que ya nos aman, o a los que me gustan, es básicamente fácil. ¡Todos somos buenos en eso! O casi todos… Aquí no se trata de un amor de «philia», no es amistad, sino que es un amor sin beneficio. Dios amó tanto al mundo, su enemigo, que se distingue de él, que dio su vida por el mundo. El amor al enemigo es un amor gratuito: en el fondo, condenamos a los que hacen el mal, a los que se sirven de su poder de diversas formas, porque quizá también nosotros querríamos tener esos beneficios, y envidiamos a los que lo hacen. Si, por el contrario, estuviéramos realmente desvinculados del mal, si el mal fuera realmente ajeno a nosotros, no podríamos odiar a los que hacen el mal, sino que deberíamos sentir pena por los que lo hacen. Justo ese «problema» que escuchamos el domingo pasado. Quien hace el mal, en general, es porque experimenta una frustración en su interior. Cuando estamos contentos, cuando hemos recibido una noticia que nos da una inmensa alegría, no queremos hacer daño al otro, ¿verdad?

El amor no es un sentimiento. Es una acción. Es hacer y hacer. Es bendecir: decir el bien crea al otro, lo enaltece. Es rezar por el otro, interceder, hablar con Dios sobre el otro, desear su bien. «Alabar, bendecir, agradecer y servir» son las cuatro acciones llenas de alegría y amor que cierran el Cántico de las Criaturas. Pero el mal sigue prosperando a pesar de estas acciones. Pero entonces, ¿qué sentido tienen estas invitaciones que Jesús ofrece a sus apóstoles? El enemigo es el que te golpea en la cara. No reaccionar mata el odio, detiene la escalada de violencia, porque el mal sólo se alimenta de reacciones. Aquí casi parece ver a los soldados abofeteando a Jesús después del juicio, y a él practicando este amor dócil, sin reaccionar. A quien rasga tu manto, entrégale tu túnica. A los que te despojan con violencia, no te avergüences de esta desnudez de los bienes terrenales. Otra anticipación del Calvario, cuando se rasgan las vestiduras y se disputan la túnica. «Dar a cualquiera», un dar sin objeto, un dar total, sin valoración de los bienes. Pensemos en Cristo, que en su misión lo dio todo, dio esperanza, dio consuelo, dio curación, dio alegría, dio ropa, dio vida. El amor total nace del rechazo total de la posesión, del cual el ejemplo para nosotros es San Francisco de la Renunciación. ¡Qué completo es el mensaje cristiano, qué gran revolución si sólo creyéramos un poco en él! ¡Lo contrario del amor no es el odio, sino la posesión!

«Y haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti»: es la regla de oro. Ya era conocida en su forma negativa por Confucio (siglo VI a.C.), en Filón de Alejandría, Eusebio de Cesarea, en Tobías, en el Eclesiástico: «No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti». Aquí se invierte la lógica, centrándose en el hacer y no en el no hacer. Lo que quieres, lo que es un derecho para ti, empieza a ser considerado como un deber. El derecho a ser libre, por ejemplo, puede ser un deber para la libertad del otro. El derecho a ser comprendido es un deber de comprender al otro. La forma más clara de descentralización, de negación de sí mismo.

Las razones de esta regla de oro, centro de todo el mensaje cristiano, siguen en el texto. «Si amas a los que te aman, ¿en qué te beneficias?» Afortunadamente, se ha mejorado la antigua traducción «¿qué mérito os supone?«, porque en realidad ha tenido el sentido contrario. Jesús no habla de mérito, sino de gracia, porque el verdadero amor es gratuito. El amor «pagado» es una ramera, que tiene la misma raíz de mérito. Hay un amor de pecadores, fuera de tono, que es un amor sin gratuidad. El amor libre es gracia, es alegría, es belleza, es caridad. El amor no se puede comprar. Al contrario, es un chantaje.

La cultura del descarte en nuestras relaciones se basa precisamente en la falta de gratuidad. Sin gratuidad, no hay amor, sólo hay posesión. Amar a los enemigos es pura gratuidad, porque nunca puede haber retorno. Amar al prójimo, al más cercano, es muy difícil.

«Vuestra recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo«, recompensa entendida como «salario». ¿Cuál es el salario de un hijo? Nada, porque todo lo que pertenece a un padre también pertenece al hijo. Es una riqueza total, ¡no en cuotas mensuales! ¿Y cómo es Dios? La primera definición que da Jesús es «benévolo», literalmente «utilizable». Francisco lo define como «Altísimo, Todopoderoso y Bueno». Ser utilizable tiene el riesgo de ser abusado, ¡cuántas veces abusamos de Dios! ¡Cuántas veces lo «usamos mal», cuántas guerras santas! Y Dios es utilizable, precisamente, para los ingratos, para los desgraciados, para los que no tienen la gracia de la gratuidad.

Y ¡qué hermosa es la conclusión de este pasaje! La invitación a ser hijos del padre, a inspirarse en él: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso«. Todo el Evangelio de Lucas es una especie de explicación de esta frase. Jesús se hace eco del mandato de Dios presente en el Levítico: «Sed santos porque yo soy santo«, principio de la ley, para ser como Dios. Santo, entendido como «diferente», separado, inviolable. El hombre también quiere ser como Dios, pensemos en Adán, Prometeo, los Titanes, los ateos. ¿Cómo es Dios? Dios es el otro, no tanto porque sea «misericordioso», sino sobre todo porque es misericordia. Su santidad es ser misericordia. El término griego oiktirmòs traduce el hebreo rehamîm que indica las entrañas, el vientre, el dar a luz. La esencia del Padre es ser madre, ser vientre. Quedar «embarazada» parece ser la invitación a ser generadores de vida, la cuna en la que se forman sus hijos. Amor que acoge, que no juzga, no condena, en el que revela su gratuidad a pesar del mal. Pensemos en el amor de una madre por su hijo.

La «perfección de Dios» es ser «pluriuterino», ser un vientre generador y acogedor. Para imaginar a Dios, más que buscar adjetivos que lo describan en parte, basta con pensar en nuestras madres, en el inmenso amor que nos han dado, y Dios es aún más inmenso. Pensemos en la bolsa de comida que nos han dado nuestras madres cuando nos ponemos en camino hacia alguna parte: aquí encontramos la medida: «una buena medida, apretada, llena y rebosante, será vertida en tu vientre». ¡Cuánta abundancia cuando hay un amor total! ¡Qué belleza!

Casi parece ver el reino de Dios en medio de nosotros, el lugar donde Dios reina, como lo describe San Francisco: «Venga el reino: para que reine en nosotros por la gracia y nos haga llegar a tu reino, donde la visión de ti se desvela, el amor de ti es perfecto, la comunión de ti es bendita, el goce de ti interminable» (FF 269). Agradezcamos siempre al Señor el don de la misericordia y la abundancia de él hoy, que nos muestra la medida de su amor sin medida. Oremos para que nos convirtamos al amor puro que todo lo puede en su ser libre. Les deseamos sinceramente un feliz domingo.

Laudato si’!