Este artículo fue publicado originalmente por el Instituto Humanitas Unisinos, en el marco del proyecto El Ministerio de la Palabra en la voz de las mujeres 

 

¡Feliz Pascua!

Estamos en la 7ª Semana de Pascua y este domingo celebramos la Solemnidad de la Ascensión del Señor.

Cuando era pequeña, recuerdo a mi abuela materna cantando » ¡Subiendo, subiendo, subiendo hacia el cielo voy!» y no dejaba de imaginarme a gente ascendiendo al cielo de la misma manera que me imaginaba a Jesús ascendiendo al cielo cuando escuchaba el relato de la ascensión en los Hechos de los Apóstoles. Y sentí una mezcla de extrañeza, contemplación y alegría. A partir de estas tres dimensiones, quisiera proponer algunas reflexiones para esta solemnidad de este año.

Empecemos por lo extraño. En la primera lectura, los discípulos preguntan: «Señor, ¿ha llegado el momento de que restaures el reino a Israel?». (Hch 1,6) Es interesante ver cómo, incluso después de todo lo que ya habían vivido y presenciado de la forma de vivir y de ser de Jesús, los discípulos seguían apegados a la expectativa mesiánica judía de una liberación que es a la vez social, religiosa y política. Jesús no niega las expectativas de sus discípulos, sino que los desafía aún más con una respuesta que requiere mucha paciencia: «No os corresponde a vosotros saber tiempos o fechas que el Padre ha decidido por su propia autoridad» (Hch 1,7). La forma en que Jesús vivía, era, interactuaba y se comunicaba con los demás, y se revelaba como Hijo de Dios hacía que sus discípulos se sintieran extraños. Jesús no estableció la liberación que los discípulos esperaban, sino que reveló la liberación del amor que se pone al servicio, el amor que se revela a través del poder de compartir el pan, el poder de las relaciones comunitarias, el poder de la capacidad relacional de la humanidad, el amor que, en consecuencia, crea procesos de liberación social, religiosa y política. La autoridad del Padre que menciona Jesús no entra en la lógica humana de una autoridad que impone. Por la forma en que Jesús se revela, revela que la autoridad del Padre es una autoridad de amor y de comunión. El Papa Francisco diría más tarde: «el tiempo es más grande que el espacio» (Evangelii Gaudium 222). Jesús inicia el proceso de liberación integral de la humanidad que, por la fuerza del Espíritu Santo que hemos recibido, puede ser testigo hasta los confines más remotos de la tierra (cfr. Hch 1,8).

Aún con esa sensación de extrañeza, pasemos a la contemplación. Las respuestas de Jesús a sus discípulos y la ascensión que sigue nos exigen hoy este movimiento de la mente al corazón: hacer una pausa, respirar y reflexionar. ¿Qué significa ser testigos de Cristo hasta los confines más remotos de la tierra? (ver Hch 1,8) Los discípulos se sentían un poco perdidos y «seguían mirando al cielo mientras él subía» (Hch 1,10). Al mismo tiempo, ya no podían ver nada porque una nube lo apartó de su vista (Hch 1,9). Y en ese breve momento de mirar hacia arriba, los discípulos pudieron oír la pregunta: «¿Por qué estáis aquí los galileos mirando hacia el cielo?». (Hch 1,11). Entonces surge un nuevo desafío para los discípulos: volver a mirar hacia la Tierra, pero esta vez con una mirada renovada que estará potenciada por la fuerza del Espíritu Santo. Creo que aún hoy nos resulta difícil volver a mirar realmente hacia la Tierra. No sólo por nuestra tendencia a relacionarnos con Dios como si estuviera muy lejos de nosotros, sino también por el dolor y la angustia que sentimos cuando miramos a nuestra Tierra y vemos lo lejos que está de ser un lugar de amor, justicia y comunión. Vivimos en una época de crisis socioambiental, una crisis compleja que conecta con todas las esferas de la humanidad, ya que tiene que ver con la forma en que utilizamos los recursos naturales y los distribuimos, la forma en que concebimos y creamos nuestros espacios públicos y privados. Es una crisis que hunde sus raíces en el egoísmo y el egocentrismo de los seres humanos. Y ante esta crisis, el Papa Francisco nos dice que «el mejor antídoto contra este abuso de nuestra casa común es la contemplación» (Audiencia General, 16 de septiembre de 2020). La contemplación conduce a una actitud de cuidado, una actitud que necesita ser alimentada y ejercitada del mismo modo que ejercitamos nuestros músculos cuando estamos débiles. Se necesita tiempo y paciencia para reconocer, cada día, la belleza de la creación de Dios en nuestra tierra y entre todas sus criaturas. A medida que cultivamos y ejercitamos esta mirada contemplativa, aprendemos a amar y, como dice el refrán brasileño, «cuando amamos, cuidamos».

Entremos ahora en el sentimiento de la alegría. En medio de este cosmos infinito de un universo del que aún no conocemos todas sus proporciones, nosotros, diminutas criaturas de esta Tierra, tenemos la capacidad de contemplar no sólo nuestra propia creación, sino también la buena nueva que es para toda la creación: nosotros, los seres humanos, y nuestra casa común. Por eso podemos gritar con el salmista: «Todos los pueblos del universo, aplaudid, gritad a Dios gritos de alegría» (Sal 46(47),2). Jesús promete a sus discípulos el bautismo del Espíritu Santo, la Ruah divina que nos permite ser testigos hasta los confines de la tierra, y que es también la que sostiene el verdor de la vida, la fuerza vital o viriditas como diría santa Hildegarde de Bingen. Pedimos, entonces, apropiándonos de las palabras de san Pablo a los Efesios, que la Ruah divina «abra [nuestros] corazones a su luz, para que [conozcamos] qué esperanza [da] su llamada» (cf. Ef 1, 18). 

Este año, la solemnidad de la Ascensión cae en el mismo día en que comienza la Semana Laudato Si’, una semana en la que cada año celebramos el aniversario de la encíclica del Papa Francisco sobre el cuidado de la casa común. Y el tema de la Semana Laudato Si’ de este año es «Esperanza para la Tierra. Esperanza para la humanidad». En este gran evento de la Ascensión, cuando el Hijo vuelve al regazo del Padre, Jesús lleva en su propio regazo su comunión como ser humano con la creación. Él, a quien le ha sido dada toda autoridad en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28, 18), incorpora el misterio de la creación al misterio de la Santísima Trinidad, pues por Él y en Él todas las cosas fueron y son creadas. ¿Podría haber mayor alegría y esperanza?

Que, en esta solemnidad de la Ascensión, podamos verdaderamente festejar y celebrar la Pascua, la certeza de la victoria de la vida sobre la muerte, y proclamar la buena nueva a toda la creación hasta los confines más remotos de la tierra; la buena nueva de los procesos de liberación para nuevos tiempos de amor, justicia y comunión, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y así cantemos también nosotros como cantaba mi abuela: » ¡Subiendo, subiendo, subiendo hacia el cielo voy!»

¡Laudato Si’! ¡Alabado sea Dios!