Domingo 10 de abril
DOMINGO DE RAMOS – AÑO C
Lc 19,28-40

Llegamos hoy, casi al final del camino cuaresmal que concluirá el jueves con el Triduo Pascual, a las puertas de Jerusalén. Hoy Jesús no nos dice cuándo llegará el reino de Dios, pero nos revela cómo llegará: el Rey llegará en un burro. Qué hermoso es ver que Dios elige criaturas más sencillas que él para comunicarnos su mensaje. Lo único que nos pide a cada uno de nosotros es que desatemos un burro, ¡sólo necesita esto! ¿Qué representa este burro? ¿Y cuál es el humilde servicio que cada hombre puede realizar para llevar a sus hermanos y al planeta a la felicidad? Si queremos contextualizar el pasaje en el Evangelio de Lucas, nos encontramos en el capítulo 19 que comenzaba con la figura de Zaqueo, y que había ilustrado el reino de Dios con la parábola de las minas, dando sentido a la expectativa de Dios al multiplicar los dones que nos hizo. Esa parábola terminaba con la figura de un rey, y hoy vemos cómo este rey entra en Jerusalén.

Jesús no nos dice cuándo va a venir. Al mostrarnos la modalidad, que como veremos nos deja descolocados y distorsiona nuestros prejuicios sobre Dios, nos enseña una cosa muy importante: cada vez que dejamos entrar a este rey como viene hoy, podemos decir que el reino de Dios está entre nosotros, acogemos el reino de Dios. Todo el Evangelio de Lucas vive una tensión de expectación hacia este pasaje, desde las primeras escenas navideñas en las que los ángeles cantaban «gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra» hasta el capítulo 13 en el que Jesús llora sobre Jerusalén, y le dice con tristeza: «De hecho, os digo que ya no me veréis hasta el momento en que digáis: Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor» Aquí se cumple una profecía, comienza el primer día de los seis que vivirá Jesús en Jerusalén, el tiempo de una nueva creación. La profecía se cumple a través de la figura del burro, es la única vez en todo el Evangelio de Lucas en la que se dice: «Id al pueblo… y encontraréis…» y unas palabras más adelante leemos: «Fueron, pues, los enviados y lo encontraron«. ¿Qué significa esto para nuestra vida cotidiana? El hecho de que una profecía ya se haya cumplido indica que es una profecía de lo que siempre ocurre. Así, cuando consigamos educar nuestra mirada a la contemplación, podremos ver el reino de Dios.

Foto: Michael Porter/ Pexels

Nuestro problema es que casi siempre queremos que el rey llegue a caballo y con carros, con efectos especiales o con tanques, y casi nos decepciona verlo llegar en un simple burro. Siempre esperamos mucho más de Dios. Todavía nos cuesta demasiado verle en silencio en el río Jordán para ser bautizado, en fila con la humanidad herida. Un Dios que está al servicio, mientras que nosotros siempre esperamos un Dios dominante y juzgador. «Jesús caminaba delante de todos» abriendo el camino, permaneciendo cerca de todos y, de hecho, marcando el camino, al final de este camino ideal hacia Jerusalén que se describe a lo largo de la narración de Lucas.

Estamos «cerca de Betfagé y de Betania«, a las puertas de Jerusalén, dos lugares que tienen un significado preciso que nos une al clamor de la tierra y de los pobres, lugares de purificación antes de entrar en la ciudad. Bètfage, en arameo בית פגי, literalmente «casa de los higos estériles», se refiere al pueblo de Dios que no produce frutos, y frente a la higuera en esta Cuaresma hemos experimentado la misericordia de Dios. Betania, en arameo: בית עניא, Beth anya, «casa de la pobreza» se refiere a nuestro límite. La purificación hacia la ciudad santa tiene lugar dentro de nuestros límites, el clamor de la tierra y de los pobres, en la esterilidad de nuestras acciones y en la fragilidad del planeta, en este mismo lugar podemos encontrarnos con el rey. Él entra en nuestra esterilidad y en nuestra pobreza, y a través de su cruz consigue dar dignidad a nuestras limitaciones. En los otros Evangelios, esta escena se introduce con la unción de Betania, pero Lucas ya ha descrito la escena en el capítulo 7. La unción tiene lugar, pues, con los olivos, es casi una «unción cósmica».

En la misión, Jesús «envió a dos de sus discípulos«, no sabemos a cuáles, sólo sabemos que el envío es siempre plural. Hay una coherencia en el envío de sus discípulos de dos en dos, «al pueblo que está enfrente«. Al igual que no se conocen los discípulos, no se conoce la aldea. Parece extraño, porque la escena se sitúa claramente en las dos aldeas de Betania y Betania, pero quizá la aldea de enfrente nos dice que siempre tenemos ante nosotros una tierra de misión, un lugar al que Dios nos envía. Y aquí está la profecía: «encontraréis un pollino atado«, un asno que vive la vocación de servicio humilde, signo de mansedumbre desde la profecía de Zacarías. Parece casi ofensivo encontrar una imagen de Dios en un asno, podría parecer casi blasfemo, como decepcionante es la imagen de la gallina evocada en el lamento sobre Jerusalén. No se trata de una noble águila surcando el cielo, sino de una gallina, cuando dice: «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina su cría bajo las alas y no has querido!«. No un caballo libre que tira de carros de guerra, sino un humilde asno que se hace cargo de todos los pecados del mundo.

Foto: Felix Mittermeier /Pexels

Este burro que podemos encontrar cada día en el pueblo de enfrente, el protagonista de la historia, tiene dos características. En primer lugar, está atado. No es libre. Quién sabe cuándo ha sido atado, mientras que la creación de Dios nos llevó a todos a ser libres. El pecado ata a las criaturas, nuestro miedo es el espejo de nuestro alejamiento de Dios, aunque este pueblo esté «enfrente» de nosotros, tenemos que cruzar un límite. Este límite es la atadura que nos asusta. La segunda característica del burro es que «sobre el … no ha montado todavía ningún hombre«. No se trata de un purasangre, al fin y al cabo ¿quién quiere subirse a un burro? Montar a caballo recuerda a la nobleza, pensemos en el joven Francesco cuánto había deseado ser caballero, vestirse de gloria. Pero, ¿quién de nosotros tiene el deseo de servir a los demás? Aquí está la orden: Desata este asno. Liberar en nosotros esta imagen de Dios que viene a servir, una imagen que encontramos en nuestra vida cotidiana, en nuestro pueblo de enfrente. Cada uno de nosotros, a imagen y semejanza de Dios, tiene en su interior esta vocación de servicio, aunque quizá nos avergüence un poco, no queremos subirnos a este asno.

«Si alguien os pregunta: ‘¿Por qué lo desatáis?’, diréis esto: ‘Porque el Señor lo necesita‘». La única vez que Jesús se define como «Señor» en todo el Evangelio de Lucas es en esta escena. Y nos dice que es el Señor porque lo necesita. ¿Qué necesita? Desatar el amor, el servicio. Para desatar la humildad, la pequeñez. La gran dignidad de la obediencia. La acción de los dos discípulos genera una pregunta «Cuando desataban el pollino, les dijeron los dueños: ‘¿Por qué desatáis el pollino?«, Hay «dueños» que son los propietarios del asno, y lo mantienen atado. Mientras hay «el Señor» que lo necesita, hay «los señores» que lo poseen. Y finalmente los dos discípulos conducen el burro hasta Jesús. Quién sabe qué relación tienen el asno y Jesús, todos tenemos en mente la dulce mirada de un asno, obediente y tan útil. Lo asociamos a las imágenes de nuestros abuelos, trabajando en el campo, apenas nos despierta sentimientos negativos. ¡Me gusta imaginar la dulzura de este cruce de miradas!

Sobre este asno se echan mantos, signo en la Torá de la esencialidad, incluso de la vida o de la muerte, cada uno debía tener un manto para la noche, aunque fuera prestado debía ser devuelto porque se corría el riesgo de morir de frío en el sueño. Como si todas nuestras certezas debieran ser confiadas a este asno, signo dócil del servicio y del amor de Dios. Y Jesús se sienta sobre estos mantos, el asno es el trono del rey, por el que entra en Jerusalén. Al bajar del Monte de los Olivos, la creación, como siempre, con sus subidas y bajadas, marca nuestra vida cotidiana y los lugares de nuestra oración y diálogo con Dios, aquí «toda la multitud de los discípulos» lo alabó. Casi parece escuchar este original «Laudato si» cantado por una multitud, ahora todos son discípulos, tenemos la sensación de un gran éxito, el amor sin ataduras trae consigo grandes aclamaciones de la multitud.

Jesucristo entra triunfante en Jerusalén; fresco de Pietro Lorenzetti (1320, Basilica inferiore di San Francesco d’Assisi)

«¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas», es el canto de alabanza de la tierra prometida, el canto final del éxodo. Paz en el cielo, cuánto necesitamos la paz, un canto que recuerda a Belén, la gruta donde había un burro y donde los ángeles cantaban: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor«. Aquí está la paz del cielo, la paz de toda la creación, cuando desatando el amor humilde de Dios podemos saciar la sed de la tierra que lo necesita. La tierra necesita el amor humilde, y de hecho Jesús no se avergüenza de este «Hosanna», acoge la aclamación y esta entrada mesiánica en Jerusalén. Muchos de nosotros nos escandalizaríamos, estamos todavía demasiado atados a la idea de un Dios poderoso, de un Dios a caballo, de un Dios justiciero. Somos como «Algunos de los fariseos, que estaban entre la gente, le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos.»«. Seguimos atados a la ley, al reproche, a la autoridad de Dios.

Y en cambio Jesús, citando al profeta Habacuc, les responde «Os digo que si estos callan, gritarán las piedras». Las piedras gritan la injusticia de los hombres, esas piedras que el domingo pasado se arriesgaron a ser instrumento de muerte para la adúltera, hoy gritan por la justicia. En muchos pasajes de las fuentes franciscanas hay referencias a la humildad, quizá la más querida por San Francisco, que nos recuerda: «Dichoso el siervo que no se considera mejor, cuando es alabado y exaltado por los hombres, que cuando es considerado vil, simple y despreciable, pues lo que el hombre vale ante Dios, tanto vale y no más. Ay de aquel religioso, que es colocado en lo alto por los demás y no quiere descender por su voluntad. Y dichoso aquel siervo, que no se coloca en lo alto por su voluntad, y siempre desea colocarse bajo los pies de los demás» (FF 169). Agradecemos al Señor su don de humildad, del que debemos aprender para ser un auténtico regalo para nuestros hermanos. Recemos para que esta Semana Santa que se abre hoy, nos revele el rostro humilde del amor de Dios, y nos haga vivirlo cada día. Os deseamos sinceramente un feliz Domingo de Ramos, y una plena Semana Santa hacia la Pascua del Señor.

Laudato si’!