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Domingo 24 de marzo
DOMINGO DE RAMOS – CICLO B
Mc 11,1-10

 

Hoy nos encontramos a las puertas de Jerusalén, casi al final del camino cuaresmal, que termina el jueves con el triduo pascual. Jesús no nos dice hoy cuándo llegará el reino de Dios, pero nos revela cómo llegará: el Rey llegará en un asno. Qué maravilloso es ver que Dios elige a la más sencilla de las criaturas para comunicarnos su mensaje. Lo único que nos pide a cada uno de nosotros es que desatemos un burro: ¡…. es todo lo que necesita! ¿Qué representa este burro? ¿Y cuál es el humilde servicio que cada uno de nosotros puede prestar para llevar a nuestros hermanos, hermanas y al planeta hacia la felicidad? Hoy vemos cómo el Rey entra en Jerusalén.

Jesús no nos dice cuándo vendrá realmente. Sin embargo, al mostrarnos el «cómo» (que nos deja estupefactos y trastorna nuestras ideas preconcebidas sobre Dios), nos enseña algo muy importante: siempre que dejemos entrar al Rey, podremos decir que el reino de Dios está entre nosotros. Depende de nosotros acoger el reino de Dios. Aquí se cumple una profecía; comienza el primero de los seis días que Jesús pasa en Jerusalén. Es un tiempo de nueva creación. La profecía se cumple a través de la figura del asno. Es la única vez en todo el evangelio de Marcos en que dice: «id… y encontraréis«, y unas palabras más adelante leemos: «fueron y encontraron«. ¿Qué significa esto para nuestra vida cotidiana? El hecho de que una profecía ya se haya cumplido nos indica que se trata de una profecía de lo que siempre ocurre. De este modo, cuando consigamos centrar nuestra mirada en la contemplación, podremos ver el reino de Dios.

Nuestro problema es que casi siempre esperamos que el Rey llegue a caballo, en carrozas, con efectos especiales o con tanques y sentimos decepción al verlo llegar en un simple burro. Siempre esperamos mucho más de Dios. Todavía nos cuesta tanto verle bautizarse en silencio en el río Jordán o haciendo cola con la humanidad herida. Es un Dios que sirve mientras nosotros seguimos esperando un Dios dominador y juzgador.

Nos encontramos cerca de «Betfagé y Betania en el monte de los Olivos«, a las puertas de Jerusalén, dos lugares que tienen un significado definido que nos vincula al clamor de la Tierra y al clamor de los pobres y ambos lugares de purificación antes de entrar en la ciudad. Bètfage, en arameo בית פגי, significa literalmente la «casa de los higos estériles», y se refiere al pueblo de Dios que no produce frutos. Ante la higuera de esta Cuaresma experimentamos la misericordia de Dios. El Monte de los Olivos está al este, hacia la Puerta Hermosa, por la que más tarde pasaría triunfante el Mesías al entrar en Jerusalén. La purificación tiene lugar mientras avanzamos hacia la ciudad santa a pesar de nuestras limitaciones, del clamor de la Tierra y de los pobres, en la esterilidad de nuestras acciones y la fragilidad del planeta, en este mismo lugar donde podemos encontrarnos con el Rey. Él entra en nuestra esterilidad y pobreza, y a pesar de nuestras limitaciones, a través de su cruz es capaz de darnos dignidad.

En esta misión, Jesús «envió a dos de sus discípulos«. No sabemos a cuáles, pero sabemos con certeza que el envío es siempre plural. Hay una coherencia en el hecho de enviar a sus discípulos de dos en dos, «a la aldea de enfrente«. Del mismo modo que no se sabe qué discípulos, tampoco se sabe con certeza a qué aldea fueron enviados. Puede parecer extraño, porque la escena se sitúa claramente en la aldea de Bètfage y en el Monte de los Olivos, pero quizá la «aldea de enfrente» nos indique que siempre estamos mirando hacia una «tierra de misión», un lugar al que somos enviados por Dios. Luego viene la profecía: «encontraréis atado un pollino sobre el que nadie se ha sentado jamás«, un asno que vive una vocación de servicio humilde, signo de mansedumbre desde los tiempos de la profecía de Zacarías. Parece casi ofensivo encontrar un asno utilizado como imagen de Dios, podría parecer casi tan blasfemo y tan decepcionante como la imagen de la gallina evocada en el lamento de Jerusalén. No una noble águila remontando el cielo, sino una gallina, cuando dijo: «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas y no has querido!«. No un fuerte caballo tirando de carros de guerra, sino un humilde asno cargando con todos los pecados del mundo.

El potro, protagonista de esta historia, tiene dos características y puede encontrarse todos los días en el pueblo que tenemos delante. En primer lugar, está atado. No es libre. Quién sabe cuánto tiempo lleva atado, mientras que la Creación de Dios quiere que todos seamos libres. El pecado ata a las criaturas y nuestro miedo es el espejo de nuestra distancia de Dios, de modo que aunque estemos cerca (este pueblo está «enfrente») siempre hay una distancia que hay que cruzar. Esta distancia es la atadura que nos da miedo. He aquí la orden: desata este pollino. Liberar en nosotros la imagen de Dios que viene a servir, una imagen que encontramos en nuestra vida cotidiana, en nuestra aldea de enfrente. Cada uno de nosotros, a imagen y semejanza de Dios, tiene dentro de sí esta vocación de servir, aunque nos avergoncemos un poco de ello, no queriendo subirnos a este asno.

«Si alguien os dice: ‘¿Por qué hacéis esto?’, responded: ‘El Señor lo necesita y lo devolverá aquí enseguida'». La única vez que Jesús se llama a sí mismo «Señor» en todo el Evangelio es en esta escena. Nos dice que es Señor porque lo necesita. ¿Qué necesita? Desatar el amor, el servicio. Desatar la humildad, la pequeñez. La gran dignidad de la obediencia. Mientras hay «el Señor» que lo necesita, hay «los señores» que lo poseen. Finalmente, los dos discípulos llevan el pollino a Jesús. Quién sabe lo que ocurrió con el intercambio de miradas entre el pollino y Jesús. Todos conocemos la dulce mirada de un burro, tan obediente y servicial. La asociamos a las imágenes de nuestros abuelos, de duro trabajo en el campo, que no despiertan en nosotros sentimientos negativos. ¡Me imagino la dulzura de ese intercambio de miradas!

Entrada a Jerusalén, Giotto di Bondone, 1303-1305, Capilla Scrovegni, Padua

Pusieron sus mantos sobre este potro, un signo en la Torá de esencialidad, incluso de vida y muerte. Todo el mundo debía tener un manto para pasar la noche (aunque sólo fuera prestado y hubiera que devolverlo más tarde) porque se corría el riesgo de morir congelado mientras se dormía. Es como si todas nuestras certezas debieran confiarse a este pequeño asno, signo dócil del servicio y del amor de Dios. Jesús se sienta sobre estos mantos y así el asno es el trono del Rey, por el que entra en Jerusalén. Bajando del Monte de los Olivos, la Creación, como siempre con sus subidas y bajadas, marca nuestra vida cotidiana y los lugares de nuestra oración y diálogo con Dios. Aquí, muchos en la multitud, le alabaron. Casi nos parece oír el «Laudato Si» original cantado por una multitud, ahora son todos discípulos, y tenemos una poderosa sensación de gran éxito. El amor sin ataduras trae consigo grandes multitudes que lo aclaman.

«¡Hosanna! ¡¡Bendito el que viene en nombre del Señor!! ¡Bendito el reino de nuestro padre David que ha de venir! Hosanna en las alturas!» es el canto de alabanza de la tierra prometida, el canto final del éxodo. Aquí está la paz del cielo, la paz de toda la Creación, cuando al desatar el amor humilde de Dios podemos saciar la sed que la Tierra tiene de Él. La Tierra necesita amor humilde, y de hecho Jesús no se avergüenza de este «Hosanna», acoge con satisfacción la aclamación y esta entrada mesiánica en Jerusalén. Muchos de nosotros nos escandalizaríamos de esto porque todavía estamos demasiado apegados a la idea de un Dios poderoso, un Dios a caballo, un Dios de justicia.

En numerosos pasajes de las fuentes franciscanas, abundan las referencias a la humildad (quizá la «novia» más querida de San Francisco) que nos recuerda que: «Dichoso el siervo que no se considera mejor, cuando es alabado y exaltado por los hombres, que cuando es considerado vil, simple y despreciable, pues lo que el hombre vale ante Dios, tanto vale y no más. Ay de aquel religioso, que es colocado en lo alto por los demás y no quiere descender por su voluntad. Y dichoso aquel siervo, que no se coloca en lo alto por su voluntad, y siempre desea colocarse bajo los pies de los demás» (FF 169). Agradezcamos al Señor el don de su humildad, de la que podemos aprender a ser un auténtico don para nuestros hermanos. Recemos para que esta Semana Santa, que comienza hoy, nos revele el rostro humilde del amor de Dios y nos ayude a vivirlo cada día.

Les deseamos un hermoso Domingo de Ramos y una fructífera Semana Santa en nuestro camino hacia la Pascua del Señor.

Laudato Si’!