
(Giotto e collaboratori, Crocifissione, Basilica inferiore San Francesco, Assisi, 1308-1310)
Viernes, 18 de abril de 2025
VIERNES SANTO – AÑO C
Comentario del Evangelio
Lc 23:33-48
Estamos en el punto culminante de la historia de la salvación dentro de la liturgia del triduo pascual. Los invitamos a bajar el ritmo y tomarse un tiempo para profundizar y orar sobre estos versículos de la Palabra. La lectura de los pasajes de Lucas en estos días solemnes se centra en la localización de los acontecimientos inmersos en la Creación, un olivar, un monte y un huerto. Hoy nos encontramos en el monte Gólgota, lugar de tortura y muerte. Estamos ante la narración más importante del evangelio de Lucas, que hemos intentado seguir en los últimos meses. En la primera parte nos encontramos con Lucas, el médico, el cuidado y la cura que se ven en sus palabras hasta el relato de la transfiguración. Hoy, en este monte de las afueras de Jerusalén, tenemos la oportunidad de encontrarnos con este rostro de Dios. La primera parte del evangelio nos invita a escuchar, la segunda a ver. Escuchar, ver, actuar en la oración. Ayer, en el huerto, Jesús nos enseñó a rezar. Todo el evangelio de la pasión, y en particular éste en el que centramos hoy nuestra mirada, es una excelente ocasión para orar: es un θεωρέω (= theoria), un «espectáculo», como se le llama al final de este pasaje, que todos han venido a ver. La única vez en todo el Nuevo Testamento en que se utiliza esta palabra para indicar que aquí tenemos una visión de Dios. Contemplar este texto es como rezar, es como ver a Dios cara a cara.
“Reconstruir” o volver a contar la historia hoy es una tarea imposible, por lo que nos limitaremos a ofrecer algunas ideas con una invitación a ir más despacio, a echar el freno hoy y detenerse en cada versículo. Cada pasaje merece un día, si no una semana, de meditación silenciosa. En cada versículo, encontramos explicaciones de la Escritura, los profetas, la ley, las cartas de Pablo, el apocalipsis, la patrística, la teología medieval, el magisterio de la iglesia y Laudato Si’. Encontramos un verdadero sentido en el Evangelio de Lucas porque fue escrito por alguien que no conoció directamente a Jesús, sino que «puso en orden» los relatos dirigiéndolos a Teófilo, a la tercera generación de cristianos, que somos básicamente todos nosotros. Ninguno de nosotros conoció directamente a Jesús, ni tampoco a quienes lo conocieron en la vida real. Debemos fiarnos de las narraciones prolijas; aquí conoceremos a los dos mayores teólogos del Evangelio, a un ladrón (el único que llamó a Jesús con la expresión “Dios”) y a un verdugo. Aquí leemos cómo la creación nos habla de esta muerte, el cielo oscureciéndose, el velo del templo (hecho por manos humanas) rasgándose. Los primeros evangelizados, contemplando al crucificado y a la creación que habla, son un malhechor y un centurión: Pedro y los discípulos desaparecen, los testigos oculares y sus amigos desaparecen, y Lucas nos pone a cada uno de nosotros, con nuestras limitaciones y pecados, y el mal que nosotros mismos traemos al mundo, en el centro del mensaje. Depende de nosotros elegir fijar nuestra mirada en la gloria de Dios manifestada hoy en este cuerpo desgarrado que cuelga de la cruz tal como hacen el malhechor y el centurión y así, ser salvados; o hacer como los sumos sacerdotes, los fariseos y la muchedumbre, que se burlan, pero sin embargo son salvados gracias a la misericordia de Dios, el único verdadero y gran protagonista de todo el evangelio de Lucas.
“Cuando llegaron al lugar llamado la Calavera”, Igual que ayer se entraba en el olivar definido como “lugar”, hoy también se llega a un “lugar”. En Lucas éste es un aspecto importante, porque el único lugar tradicionalmente importante es el templo, un espacio para la oración y el diálogo con Dios… todo lo demás es un no-lugar. Es una pequeña montaña. Dios se manifiesta al mundo en la creación, no sólo en un templo hecho por manos humanas. Es más, se manifiesta fuera de la puerta de la ciudad, en el monte de las ejecuciones, espectáculo para los que debían aprender la justicia de los hombres.
Y “lo crucificaron allí, junto con los criminales, uno a su derecha y otro a su izquierda”. La cruz es el árbol que se alza sobre este monte, recordándonos el árbol de la vida rechazado por Adán, cuyo cráneo se representa a menudo al pie de la cruz. Jesús sube a este árbol de muerte para regar con su sangre esta calavera (que al fin y al cabo representa la muerte de cada uno de nosotros) y darle vida. En este acto de gloria, hay dos criminales en los lugares ansiosamente deseados por Santiago y Juan, que realmente querían ser “el uno a la derecha y el otro a la izquierda”. ¡Cuánto debemos aprender a orar! Jesús en medio, entre nuestras miserias, solidario con toda la humanidad representada a derecha e izquierda: los que son malhechores y los que están convencidos de no serlo. No importa quién sea el hermano mayor o el hermano menor, ambos son hijos de un Padre misericordioso que vive en la espera.
Jesús es ese Padre misericordioso que clama: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Este es el juicio, en el Monte de la Justicia, fuera de los muros de la ciudad. ¡Jesús pide perdón! Jesús que había dicho “no juzguéis, “perdonad”, ”sed misericordiosos como el padre”, “amad a vuestros enemigos”. Dios sólo tiene hijos, no tiene enemigos. Este juicio y salvación responde al mal con el bien. A los humanos, como a los terroristas galileos asesinados por Pilatos, nos gustaría responder al mal con el mal, a la guerra con la guerra, al pecado con el castigo en el infierno. La «buena noticia» del Evangelio es ésta: Dios no vino a ajusticiar a nadie, sino que somos nosotros los que nos condenamos engañados y confundidos por imágenes equivocadas de Dios. No se trata de justificar el mal; el sufrimiento en la cruz sigue siendo el mal supremo. Sin embargo Dios, con respecto al mal, adopta una posición muy diferente a la de los humanos. “Se repartieron sus vestidos echando suertes”. Esta imagen de Dios nos molesta a todos, cada día, seamos “pueblo”, “religiosos” o “poder”.
De hecho, “La gente se quedó mirando” en Lucas no hay un juicio negativo sobre la multitud, que parece casi contemplar, aunque sea desde la distancia. Es una mirada desapegada, como hacemos a menudo en nuestra indiferencia, cuando leemos atentamente las páginas de los periódicos que relatan inmensas tragedias lejos de casa.
“Los gobernantes, mientras tanto, se burlaban de él y decían: ‘Salvó a otros, que se salve a sí mismo si es el elegido, el Mesías de Dios’”. Ver y burlarse. Nosotros, laicos o religiosos que ayudamos en la parroquia, en el fondo no entendemos a un Dios así. Un Dios que no muestra su poder, que no escucha nuestras justas plegarias. “Salvarse a sí mismo” es la mayor pretensión del egoísmo, personal y colectivo. Todo el mundo, ante todo, quiere salvarse a sí mismo, a su familia, a su ciudad, a su nación de la invasión enemiga, siendo su religión más justa que las demás. ¿Pero salvarse de qué? Todos vivimos con el terror de la muerte, que llegará tarde o temprano. Afortunadamente, Dios no se salva a sí mismo; ése sería el mal supremo que aniquilaría todos los demás “males menores”.
También los representantes del poder: “Incluso los soldados se mofaron de él. Al acercarse para ofrecerle vino le gritaron: ‘Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo’”. La misma pregunta, “sálvate a ti mismo”, lo que básicamente hace a un rey, la cúspide de un poder basado en el egoísmo. En caso de ataque, el primero en protegerse es el rey. ¿Qué rey puede ser, uno que no se salva a sí mismo? Le ofrecen vinagre, vino echado a perder, para burlarse de él recordándonos la tentación del desierto, la tentación del poder “si me adoras, todo será tuyo”. Esta ofensa se agrava cuando “Sobre él había una inscripción que decía: ‘Este es el Rey de los judíos’”.
Nosotros, cristianos y ciudadanos del mundo, ¡tenemos que aprender tanto de esta imagen profética! Sólo cuando comprendamos que la verdadera política no consiste en ocupar posiciones de poder ni en defender ese poder con cruzadas y partidos políticos, sino en poner en primer lugar a los «últimos de los últimos», en escuchar de verdad el clamor de los pobres y el clamor de la Tierra, podremos esperar de verdad un mundo mejor. ¡Qué importante es que los cristianos nos esforcemos por una política profética! Si nuestro rey es Jesús crucificado, entonces sí que hay esperanza. Una esperanza segura, porque en un mundo formado por una minoría de reyes que alimentan las guerras, el abuso de poder y la corrupción, la historia de la humanidad ha conocido también los derechos humanos, la solidaridad, la ecología integral, construidos por tantos reyes que eligen, silenciosamente cada día, ponerse al servicio de los demás.
“Uno de los malhechores que estaban allí colgados injuriaba a Jesús, diciendo: ‘¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros’”. Se trata probablemente de los dos cómplices de Barrabás que fueron detenidos con él por motín. Y son dos, como sucede a menudo en Lucas, para expresar dos puntos de vista que coexisten en nuestra humanidad. El primero blasfema diciendo: “¡Es cierto que tú eres el Cristo!” y es como si intentara decir: “He luchado justamente contra los romanos, y ahora sufro una condena injusta infligida por el opresor”. Intentó vencer al mal con las armas del mal. Muestra un poco “menos de egoísmo”, un valor común, un honor, cuando pide que “también nosotros” nos salvemos.
“El otro, sin embargo, reprendiéndole, le dijo en respuesta: ‘¿No tienes temor de Dios, pues estás sujeto a la misma condenación?’”. Aparece el “buen ladrón”, en consonancia con toda la dulzura del texto de Lucas en comparación con los otros evangelios. Es la primera vez en el evangelio que un hombre llama a Jesús por el título de Dios; nadie antes que él había llegado tan lejos, ni Pedro, ni los demonios. ¿Cómo es que sólo él puede entenderlo? Tal vez porque ha mirado en su interior, porque se reconoce pecador, cuando dice: “hemos sido condenados justamente, pues la sentencia que recibimos corresponde a nuestros delitos”, y entonces se topa con un absurdo injustificable: “pero este hombre no ha hecho nada criminal.” ¿Para qué está Dios entonces? Sólo para estar conmigo, para darme dignidad en mi limitación, porque el amor es más fuerte incluso que la muerte. En esto el “buen criminal” comprende que Él es Dios.
En este diálogo dramático reside una gran esperanza. Incluso en la hora más oscura, la hora de la muerte, Dios es Emmanuel, está con nosotros. Jesús dice: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Utiliza el tiempo futuro mientras nosotros sentimos que todo ha terminado. Hay un reino de verdad en esto. La muerte no tiene la última palabra. La muerte en soledad es una tragedia, pero si es en compañía de Cristo se convierte en “sora nostra morte corporale” (“nuestra hermana muerte corporal”). Nuestra muerte, la de toda la humanidad, debería ser sin terror y con la seguridad de saber que toda vida es un don. Hay tanto por lo que vivir: la naturaleza, la creación (que los humanos rechazamos en un principio), la felicidad de sentirnos seres. En este diálogo, en este Viernes Santo, ¡cada uno de nosotros tiene la oportunidad de saborear su vida!
“Era ya cerca del mediodía y la oscuridad se apoderó de toda la tierra hasta las tres de la tarde a causa de un eclipse de sol”. La Creación nos habla. Todos los días. Pero hoy todo adquiere un significado especial. Comenzamos de noche en el olivar cercano a Jerusalén, marcado después por los juicios y los ultrajes, por la confusión de la calle, por el Monte de la Calavera. Aparentemente estamos en la hora sexta, la hora en que el sol está en su punto más alto, la hora de mayor luz, pero también la hora de la desobediencia de Adán. El pecado se refiere al momento en que la creación se separa del Creador, y de hecho Adán se esconde. La oscuridad se esconde de la luz más fuerte. En el monte Gólgota tiene lugar el fin del mundo. El mundo del pecado termina. No tenemos que esperar a otro “fin del mundo”, en los Evangelios ya se describe aquí, con este eclipse.
Comienza un mundo nuevo, una nueva creación, “Entonces el velo del templo se rasgó en dos”. El velo que ocultaba el Santo de los Santos se rasga y Dios “se revela”, mostrando su rostro. Se rompen las aguas, es un parto doloroso, nace el Hijo, que “clamando a gran voz, dijo: ‘Padre’”. Un nacimiento en el dolor y el pecado del mundo. Estamos convencidos, con nuestra forma de pensar, que asistimos a una escena de muerte, en cambio es un nacimiento.
“’Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’ y dicho esto expiró”. Más que dedicar un minuto de silencio, los invitamos a dedicar diez minutos o una hora de silencio mientras leen esta reflexión. Contemplen esta idea, este “espectáculo”, dedicándole el tiempo que se merece.
Dedicamos nuestro silencio ante esta imagen.

(Diego Velázquez, Cristo in croce, Museo del Prado, Madrid, 1631)
Emitió el espíritu. Dios también expiró. La vida es a la vez inhalación y exhalación. Tener miedo a la muerte es ser insaciable. Muy a menudo queremos inhalar hasta reventar. Guardamos para nosotros los recursos del planeta, nuestras relaciones, nuestro bienestar, nuestra propia vida, por miedo a perderlos. Dios, que lo creó todo por una acción de kénosis, despojándose de su infinitud para dar cabida a las cosas finitas, ahora en el despojo de la cruz nos regala una nueva Creación. Un renacimiento, sin velos. Dios se nos revela. Expirando.
El pasaje concluye, reflejando cómo comenzó, con los que presenciaron el espectáculo: el poder, simbolizado por el centurión, y la multitud, es decir, el pueblo. Los religiosos de la época desaparecen en la narración, su presencia se pierde en los acontecimientos de esta nueva Creación.
“El centurión que presenció lo sucedido glorificó a Dios y dijo: ‘Este hombre era inocente sin lugar a dudas’”. Lucas quiere subrayar no sólo que Jesús es hijo de Dios, sino también que es justo. Aparte del criminal, el verdugo es el único en la escena que hace profesión de fe. Utiliza una frase que proviene de la observación y contemplación de esta cruz. Lo dice él, que por oficio ejerció el poder y la muerte. Somos los verdugos de Dios y, sin embargo, somos nosotros los que podemos reconocerlo en el rostro de los que sufren. De este modo, Lucas habla a los primeros cristianos, a los de la generación de Teófilo, que a pesar de su fe experimentan persecuciones y penurias. Incluso dentro de ese dolor, podemos vislumbrar el rostro de Dios.
“Los que se habían reunido para presenciar aquel espectáculo, al ver lo ocurrido, se fueron de allí golpeándose el pecho”. Entre esas multitudes, viendo “este espectáculo”, esta teoría (θεωρέω) también estamos presentes, todos nosotros, pueblos que regresan. Primero huimos de la muerte, luego, tras ver estos hechos, volvemos a casa golpeándonos el pecho, reconociendo nuestra culpa. Para los judíos, esta תשובה (= Teshuvah), literalmente “vuelta a casa”, sugiere arrepentimiento y conversión. Tras contemplar el rostro de Dios, el hombre no puede sino convertirse. Puesto que la manifestación que ha tenido lugar hoy en el monte Gólgota es también cósmica, con el sol oscurecido y el velo del templo rasgado, podemos decir también que se trata de una conversión ecológica.
San Francisco, en la maravillosa paráfrasis del Padre Nuestro, nos recuerda que: “No nos dejes caer en la tentación: oculta o manifiesta, súbita o importuna. Y líbranos del mal: pasado, presente y futuro” (FF 274).
Laudato si’, ¡alabado seas, mi Señor crucificado!