Domingo 2 de enero 
II Domingo después de Navidad – Año C
Juan 1,1-18

Estamos en un nuevo año, en este camino que, paso a paso, es guiado por la palabra de Dios, por el evangelio que cada domingo ilumina nuestra vida cotidiana. La reflexión de este domingo continúa la de Navidad, en la que encontramos el mismo Evangelio, el prólogo de Juan. Pensando en ello, es una gracia, porque se trata de un texto tan complejo, que tal vez se pueda disfrutar mejor en detalle si tan sólo se lee dos veces. O tal vez no basten dos lecturas, ¡es tan hermoso y profundo!

El prólogo nos presenta al protagonista del evangelio: la palabra. Es un himno a la palabra, ¡un maravilloso poema! ¿Qué mejor que un poema para describir la belleza, para describir la plenitud?

Como ya vimos el domingo pasado, el himno presenta la Palabra en su relación con Dios, en su relación con la creación, en su relación con la historia, hasta que la palabra se hace carne, cuando vemos a Dios cara a cara, como ante este pesebre rico en dulzura y misterio. ¿Qué es la palabra? Si lo pensamos bien, la palabra es lo que da existencia a la humanidad. Sin la palabra, no existimos, no nos relacionamos, no vivimos.

Como el vuelo de un águila que gira sobre sí misma, fijando su mirada en su presa incluso a gran distancia, el texto de Juan nos describe la palabra revelándose, poco a poco, en aspectos cada vez más precisos. Pero en el cuerpo de la descripción, hay interrupciones que parecen casi no ser homogéneas con el resto, como en el caso de los pasajes sobre el Bautista.

De hecho, en cierto momento, curiosamente, el himno se detiene en la figura de Juan, un testigo. Pero el testigo es fundamental para la palabra: sin testigo, sin comunicación no hay palabra. El Bautista nos muestra, con su vida, uno de nuestros deberes de cara al nuevo año, uno de nuestros compromisos: debemos dar testimonio de la luz. ¡El testimonio no es la luz! A veces nos fijamos sólo en los profetas, casi divinizamos ejemplos de hombres virtuosos, pero olvidamos que la luz viene de otra parte, ¡sólo viene de Dios! Todo lo demás son ídolos. Dar testimonio es duro, en griego es «martirio», ¡alguien da su vida por esto!

La palabra es luz para todos nosotros, más allá de las religiones, más allá de las culturas y los orígenes. Pero en el mundo, esta luz no es reconocida, aceptada. ¿Por qué no la acogemos? ¿Por qué la conocemos, pero no la reconocemos? Quien la acoge recibe el poder de ser hijo de Dios: la palabra de la verdad «informa», hace que uno se asemeje a Dios, hace que uno se convierta en Dios. Es el principio de la divinización. Cada uno es la palabra que escucha cuando se vuelve así.

Esta palabra se hace carne: la economía de la palabra cambia. ¿Cómo se hace carne? La humanidad vive de la palabra, y Jesús vivió la palabra del Padre en su carne. Cuando vivimos la palabra de Dios, es como si empezáramos a vivir las limitaciones y la fragilidad de nuestra carne de forma divina, en la relación con los demás, en la relación con la creación, en la relación con el clamor de los pobres, de los frágiles. En mi carne frágil puedo ser hijo de Dios, si la palabra de Dios habita en mí. La cueva de Belén que visitamos el domingo pasado es el lugar que vio por primera vez esta carne, este camino nuevo para toda la humanidad.

¡Cuánta luz, frente a aquellos pastores, que hoy también podemos ser, allí por casualidad, en la noche, en el trabajo diario, en las preocupaciones de la vida! Nadie ha visto nunca a Dios, aunque muchas veces lo hagamos a nuestra imagen y semejanza, como más nos conviene. Dios es palabra, no se ve la palabra, pero hay que entenderla. La palabra se cuenta con la vida. El hijo, con su vida, con su carne, nos dice lo que es Dios. Toda la vida de Jesús, que empieza desde esa cueva, es una narración de Dios. Es una «exégesis», un «sacar», nos expone, nos explica que somos hijos, hermanos. Ese Dios que todos tratamos de imaginar como más nos gusta, se nos revela en la humanidad, vivida por Jesús.

El deseo más hermoso, en este nuevo año, es caminar junto a la palabra de Dios y la mirada de Francisco de Asís, que decía: «Y como quien es de Dios escucha las palabras de Dios, por eso nosotros, que de manera muy especial somos diputados a los oficios divinos, no sólo debemos escuchar y practicar lo que Dios dice, sino también, para arraigar en nosotros la altura de nuestro Creador y nuestra sumisión a él, custodiar los vasos sagrados y los libros litúrgicos, que contienen sus santas palabras» (FF 224).

En esta palabra se juega nuestro destino, a la luz de esta palabra podemos comprender toda la belleza de lo que sucedió en el pesebre de Belén, y quizás nuestra Navidad, en nuestro encuentro al final de este camino de búsqueda en estas semanas, adquiera un sabor más dulce.

¡De corazón te deseamos un feliz año nuevo!

Laudato si’!