A menudo utilizamos términos diferentes para hablar de una misma cosa. Por ejemplo, cuando hablamos del mundo y la vida que nos rodea solemos usar como equivalentes los términos medio ambiente, naturaleza o, en contextos creyentes, creación.

Las palabras que utilizamos para nombrar las cosas forman parte de un vasto entramado de significados y contextos, y muchas veces, las palabras tienen una carga valorativa de la que no somos conscientes cuando las utilizamos.

¿Habrá una diferencia si hablamos de naturaleza, medio ambiente o Creación de Dios? ¿Será lo mismo decir que estamos comprometidos con el cuidado del medio ambiente a decir que somos llamados a cuidar la creación de Dios? Para nosotros, creyentes, algo cambia cuando nos referimos a la naturaleza como creación de Dios. 

Cuidar de la creación de Dios: Decir creación es más que decir naturaleza

El Papa Francisco, en la Encíclica Laudato Si’, nos enseña que:

“decir «creación» es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y gestiona, pero la creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal” (LS 76).

El relato del Génesis expresa una comprensión del mundo: todo fue creado por Dios. De ahí que la tradición judío-cristiana utilice el término creación. Hay un significado profundo en esa visión del mundo, “se nos indica que el mundo procedió de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más. Hay una opción libre expresada en la palabra creadora” (LS 77).

La creación es signo del Creador, es lugar de revelación de Dios. “Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios” (LS 84). Y “ninguna criatura queda fuera de esta manifestación de Dios” (LS 85).

La creación es un don de Dios y es consecuencia de un acto de amor. Decir creación significa afirmar que el mundo está orientado a la realización del proyecto de amor del Creador. En palabras de Benedicto XVI:

La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador (cf. Rm 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud» en Cristo al final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10; Col 1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación». (Caritas in veritate 48).

Una relación nueva con la creación transforma nuestra mirada y nos lleva a descubrir también la presencia amorosa del Creador, pues “en cada criatura habita su Espíritu vivificante que nos llama a una relación con él” (LS 88).

Además, “cada criatura es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar en el mundo. Hasta la vida efímera del ser más insignificante es objeto de su amor y, en esos pocos segundos de existencia, él lo rodea con su cariño” (LS 77).

Como hijos e hijas de ese Padre amoroso, estamos invitados a transformar nuestras relaciones con todos los seres de la creación. 

Cuidar de la creación de Dios: El ser humano es colaborador de Dios en la creación

Los seres humanos formamos parte de la creación. Estamos dentro de ella y no por encima de ella. El mundo no nos pertenece, le pertenece al Dios creador. Nosotros mismos, por ser parte de la creación, pertenecemos a Dios, aunque a veces parece que lo olvidamos. En palabras de San Juan Pablo II:

El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él (Centesimus Annus 37).

La creación no se entrega al ser humano para una dominación destructiva, sino para que, a semejanza del Creador, habite en ella en forma responsable, cuidadosa, constructiva, cocreadora.

Cuidar de la creación de Dios como vocación cristiana

Los seres humanos tenemos un lugar de responsabilidad en la creación de Dios: somos cuidadoras y cuidadores de todas las criaturas. Según Gn 2,15, somos llamados a labrar y cuidar del jardín del mundo. ¿Qué significa eso?

“Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza” (LS 67).

Nuestra realización como personas, como católicos, cristianas y cristianos, depende de la relación de cuidado que establecemos con el mundo.

Así, el compromiso con la Casa Común no es opcional. Todas y todos estamos llamados por Dios a ser cuidadores de la creación.

“Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana” (LS 217). 

La mirada de Jesús sobre la creación

Jesús vivió con una mirada capaz de reconocer la paternidad y ternura de Dios con todas las creaturas.

Vivió atento a la belleza del mundo. Miraba a la naturaleza con cariño. Su mirada era capaz de descubrir el mensaje divino de las cosas. Todo eso lo llevó a vivir en armonía con la creación.

Como artesano, estuvo en contacto directo con la materia creada por Dios, santificando el trabajo (cfr. LS nn. 96-100).

Además, por su resurrección, “las criaturas de este mundo ya no se nos presentan como una realidad meramente natural, porque el Resucitado las envuelve misteriosamente y las orienta a un destino de plenitud.

Las mismas flores del campo y las aves que él contempló admirado con sus ojos humanos, ahora están llenas de su presencia luminosa” (LS 100).

Cuidar de la creación de Dios: Mujeres y hombres cuidadores de la creación

Siguiendo los pasos de Jesús, muchas otras personas pasaron por la historia profundamente convencidos de que, para vivir como hijas e hijos del Padre creador, es fundamental sentirnos y hacernos parte de una hermandad universal de ternura y cuidado con la tierra y todas las creaturas. 

Los eremitas que vivieron lejos de los centros urbanos desde el siglo IV mantuvieron una relación íntima y armoniosa con el ambiente natural y los animales, que quedó documentada en cientos de historias que fueron contadas durante el cristianismo medieval, y expresan el aprecio de la belleza y el amor a la creación de Dios.

Algunos son recordados por el amor a los animales y una relación armoniosa con ellos, de cuidado, protección y amistad.

En los santos, la superioridad humana no es motivo para el desprecio de los animales, si no una relación de mutuo cuidado y servicio: los animales sirven a los que sirven a Dios, pero los siervos de Dios cuidan y protegen a los animales.

Tanto seres humanos como animales son criaturas de Dios, dependen de Él y, como criaturas, lo alaban.

Un ejemplo imborrable es el de San Francisco de Asís. Para él, el mundo es una comunidad de criaturas de Dios, mutuamente interdependientes, que existen para la alabanza del Creador.

Todos los seres de la creación somos hermanas y hermanos, por eso necesitamos aprender a convivir con respeto y cuidado mutuo.

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Las grandes Órdenes contemplativas cristianas también fueron testimonio de armonía con los ritmos de la naturaleza. Los monasterios eran construidos en lugares despoblados y las comunidades monásticas desarrollaron la habilidad de transformar su entorno para obtener todo lo necesario para vivir sin destruirlo.

Era parte de la espiritualidad monástica la convicción de que la creación es un don de Dios destinado a las generaciones futuras, por lo cual buscaban gestionarla de manera sustentable. También sabían gestionar el entorno de manera que la belleza y la armonía favorecieran la contemplación.

Hildegarda de Bingen (siglo XII), mística, teóloga, poeta, compositora y líder eclesial, supo descubrir la mutua relación de las cosas creadas y la fuerza curativa de la naturaleza aplicándola a la salud corporal y espiritual.

Hildegarda, santa y doctora de la Iglesia, supo contemplar la acción creadora de Dios actuando en el mundo natural del cual el ser humano es parte.

Santa Katalina Tekakwitha (siglo XVII), fue una indígena de Norteamérica que, fiel a la cosmovisión de su pueblo, vivió su fe con un profundo respeto a la creación. Supo reconocer la presencia del Espíritu Creador en la naturaleza y usó su conocimiento de las plantas para fines curativos.

El compromiso con el cuidado de la creación es inseparable del compromiso social con los empobrecidos. Así lo vivió la Hermana Dorothy Stang, misionera que fue asesinada en 2005 en la selva amazónica por defender los derechos de los pueblos de la Amazonia.

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Los papas también han levantado la voz para cuidar la creación

Pablo VI mostró su preocupación por el ambiente en el discurso dirigido a la FAO en 1970. La degradación ambiental es un asunto que incumbe a toda la familia humana (Carta apostólica Octogesima adveniens 21).

También en la primera reunión de líderes mundiales organizada por la ONU para discutir el impacto humano en el ambiente y su relación con el desarrollo económico en 1972, Pablo VI se pronunció a favor de una actitud respetuosa, dado que no estamos separados de la naturaleza y no somos sus dueños y señores, por lo tanto, “gobernar la creación significa para la raza humana no destruirla sino perfeccionarla, no transformar el mundo en un caos inhabitable sino en una morada bella y ordenada respetando todas las cosas” (Pablo VI, Mensaje a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente).

Juan Pablo II, desde su primera encíclica dada en 1979, reflexionó sobre la pretensión de dominio de nuestra civilización, que en el nombre del progreso amenaza seriamente a la creación (Redemptor hominis 8 y 16).

Para el papa polaco, el auténtico desarrollo humano no puede identificarse sin más con el desarrollo económico, la industrialización y el consumo, ni la creación puede ser tratada como un repositorio al servicio del crecimiento económico ilimitado (Sollicitudo Rei Socialis 34). Posteriormente, subrayó la íntima relación entre la paz social y la paz con la creación en su «Mensaje para la Jornada de la Paz de 1990».

Para Benedicto XVI, la creación es un don de Dios y no simple materia dejada a nuestra disposición (Caritas in veritate 48).

Con la creación comenzó la acción salvífica de Dios y en ella se manifiesta su bondad y belleza. Nuestro agradecimiento no puede ser otro que la responsabilidad para cuidar, conservar y cultivar la obra de Dios. (Audiencia general. Plaza de San Pedro, 19 de octubre de 2011)

El Papa Francisco dedicó una encíclica entera a la cuestión sobre el cuidado de la casa común y ha hecho otros gestos para promover un paradigma diferente en nuestro modo de habitar el mundo, desde la amistad social y la hermandad universal.

Como vemos, muchas y muchos creyentes en el mundo han vivido profundamente comprometidos con las luchas por la defensa de la creación, inclusive entregando la propia vida.

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La urgente conversión ecológica en tiempos de crisis climática

La crisis ecológica se tornó grave en nuestra época, pero la actitud de cuidado de la creación fue vivida por muchas personas antes de nosotros. Fueron personas capaces de una profunda relación con Dios como creador y que vivieron una mística de comunión y cuidado con la creación.

Por el contrario, la posición dominadora y destructiva que ha roto con el equilibrio de la creación ha dado lugar a la crisis climática que vivimos. Esta crisis no está separada de la crisis espiritual, por eso, como el Papa Francisco dice:

“No podemos sostener una espiritualidad que olvide al Dios todopoderoso y creador. De ese modo, terminaríamos adorando otros poderes del mundo, o nos colocaríamos en el lugar del Señor, hasta pretender pisotear la realidad creada por él sin conocer límites. La mejor manera de poner en su lugar al ser humano, y de acabar con su pretensión de ser un dominador absoluto de la tierra, es volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo, porque de otro modo el ser humano tenderá siempre a querer imponer a la realidad sus propias leyes e intereses” (LS 75).

La urgencia de la crisis climática nos interpela a una profunda conversión ecológica. Necesitamos cambiar nuestra forma de ver el mundo y relacionarnos con él, pues la integridad de la creación está en entredicho. Esta conversión es personal y, sobre todo, comunitaria, dado que “a problemas sociales se responde con redes comunitarias, no con la mera suma de bienes individuales (…) La conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión comunitaria” (LS 219).

Una nueva relación con la creación “implica la amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal. Para el creyente, el mundo no se contempla desde fuera sino desde dentro, reconociendo los lazos con los que el Padre nos ha unido a todos los seres” (LS 220).