San Damiano

 

Jueves 28 de marzo
JUEVES SANTO – CICLO B
Mc 14, 32-42

 

Entramos hoy en la culminación de la historia de la salvación en la liturgia del triduo pascual. A lo largo del triduo pascual, seguiremos profundizando en el Evangelio, leyéndolo del mismo modo que sugieren San Francisco en su Laudato Si’ y el Papa Francisco en su Encíclica Laudato Si’, con respecto a la Creación de Dios. Te invitamos a bajar el ritmo, a reservar tiempo para profundizar y orar sobre estos versículos bíblicos. En estos días solemnes, las lecturas de los pasajes de Marcos se centran en el lugar de los hechos: lugares inmersos en la creación: un olivar, un monte y un huerto. Esta tarde nos encontramos en el huerto de Getsemaní, entre los olivos, en la hora de la oración, del abandono y de la agonía de Jesús.

Getsemaní, en hebreo «gat šemanîm» significa » molino» o, mejor dicho, «prensa de aceitunas», el lugar donde se prensan las aceitunas. La prensa en la tradición judía recuerda la venganza de Dios, por ejemplo cuando el profeta Isaías dice: «He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie estaba conmigo. Los he hollado con desprecio, los he hollado con ira» (Isaías 63,3). Hoy, a través de la experiencia de Jesús, aprendemos más sobre esta trituradora o prensa y sobre lo que es la venganza de Dios. La narración de Marcos nos describe a un hombre profundamente desvinculado de los demás, sufriendo, orando, experimentando tristeza y angustia, un «Cristo sufriente» (Cristo Patiens). Esta imagen del Cristo sufriente se aleja de la imagen del Cristo «glorioso» en la cruz, donde parece que Dios no hubiera sufrido nunca la pasión, sabiendo que resucitaría. En cambio, Marcos, y luego el arte y la cultura que se desarrollaron a partir del siglo XIII, quieren hablarnos también de la agonía, del sufrimiento, del llanto de Dios ante las dificultades.

Reaparecen muchos temas que ya hemos visto a lo largo de este itinerario cuaresmal de las últimas semanas, como en la escena de la Transfiguración: el diálogo Padre-Hijo, la búsqueda del rostro, la compañía de los tres apóstoles que no comprenden lo que tienen ante sí. Aquí, casi en contraste con la luz del monte Tabor, la oscuridad desciende sobre esta montaña. Es de noche y la narración de Marcos cuenta cada hora de la noche… de la captura, del juicio, del Calvario, de la soledad, del eclipse en el que a mediodía se hace de noche sobre toda la tierra. Es una noche que dura todo el día, llena de decepción y silencio. Es la noche de la antigua Creación, que precede al amanecer de un nuevo día. Sucederá como en la primera Creación, cuando había oscuridad total y, sin embargo, con una palabra, Él creó la luz. Sin embargo, hoy entramos, después del festín de la cena, un poco ebrios y un poco alterados, al comienzo de esta noche tan larga, en el recinto del olivar.

«Entonces llegaron a un lugar llamado Getsemaní». Jesús sale del cenáculo, sale de una casa hecha de muros, y a partir de ese momento pasará por edificios y lugares de tortura, por patios abiertos, por caminos, para acabar en un monte. A partir de ese momento vivirá al aire libre, inmerso en la Creación y en el clamor que genera la justicia humana. Es un lugar de costumbre, donde cada tarde de esta semana Jesús se retira en oración a este mismo «lugar«, a este templo. De hecho, Jesús pide a sus amigos: «Quedaos aquí y velad». Es casi una súplica. Nos lo pide a nosotros esta noche… dentro del clamor que vivimos cada día. Nos pide que nos quedemos y vigilemos. Debemos aprender a rezar, a pedir a Dios no lo que queremos, sino lo que es justo. ¿Rezar por qué?

«Velad y orad para que no entréis en tentación». Las tentaciones son las que vimos al comienzo de la Cuaresma, en el desierto: todas las tentaciones. Marcos, a diferencia de los sinópticos, no las enumera, pero resume la tentación principal como la de «ponerme a mí mismo en el centro»; la de poseer todas las cosas, incluidas las relaciones con los demás y con el planeta. Estas son también las tentaciones que hemos visto al vivir esta Cuaresma Laudato Si’: el individualismo, la comodidad, el consumismo y tantas otras formas en las que nos hemos desconectado de la Creación y de nuestros hermanos y hermanas. La oración es fundamental en nuestro proceso de conversión ecológica; no es sólo un hábito bonito o algo que hacemos porque nos lo dice la parroquia o la diócesis, sino que es la base para no entrar en la tentación. Jesús entra en el huerto, pero nos pide que no entremos en la tentación.

«Avanzó un poco y se postró en tierra y oró», refiriéndose al terror y la angustia que le llevaron a experimentar una oración de contacto total con la Tierra. Una oración cósmica, en contacto con la Madre Tierra, en la que Jesús llama a Dios «Abba», que significa «Papá», palabra que nos recuerda la palabra creadora, una nueva Creación, fuera de las tinieblas y del mal del mundo. En primer lugar, Jesús se distancia del mal, pide al Padre: » ¡Abba, Padre! Todo te es posible. Aparta de mí este cáliz», es decir, el cáliz del sufrimiento que quiere la humanidad. Dios no quiere el mal; son los seres humanos los que construyen las cruces, los que infligen sufrimiento a sus hermanos y a toda la Creación. Dios sufre este mal y, si pudiera elegir, preferiría que este cáliz estuviera lejos de Él. Pero también huye de la tentación de un Dios con varita mágica, tentación de poder e inmunidad, rezando: «pero no lo que yo quiera, sino lo que tú quieras». La raíz de todo mal en el mundo está en la exclusión de Dios cuando ponemos nuestro ego en el centro. «Mi» voluntad excluye la voluntad de Dios, la voluntad del bien. Jesús tiene una mirada centrada, como más tarde demostraría Francisco con su voto de no tener «nada propio». No basta con ser pobre, sino que en la vida hay que aspirar a no tener nada propio porque la posesión es lo contrario del amor. En Getsemaní, esto se hace asombrosamente claro.

Esta es una de las grandes enseñanzas de Jesús, la mayor demostración de su humanidad: no era sólo Dios quien sabía que resucitaría, sino que aquí estaba un hombre que se sentía completamente desgarrado en su relación con su padre y con un inmenso sentimiento de injusticia. En nuestras injusticias, en nuestras oraciones, sabemos que tenemos a Jesús a nuestro lado, pero Él, en cambio, estaba terriblemente solo aquí.

«Volvió otra vez y los halló dormidos, porque no podían mantener los ojos abiertos y no sabían qué responderle». La tristeza y la agonía nos impiden mirar a la gracia y mantener los ojos abiertos. Nos hacen sentir incómodos ante Dios; ni siquiera sabemos cómo responderle. ¡Cuántos ojos pesadamente plomizos tiene esta humanidad nuestra! En esta vacilación humana, la voz de Jesús resuena en la oscuridad: «Basta ya; Ha llegado la hora». Este es el tema que abría el camino cuaresmal, el kairós, el momento oportuno. «¡Levantaos, vámonos! Mirad, está cerca el que me entrega». Levantarse y rezar. Levantarse y partir. Esto es lo que tenemos que hacer ante el mal, incluso ante el mal más injustificable. Esta es la mayor enseñanza que recibimos, en esta noche, entre los olivos del olivar de Jerusalén.

San Francisco, en la maravillosa paráfrasis del Padre Nuestro, nos recuerda que: «Hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la Tierra: para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, empleando todas nuestras energías y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio, no de otra cosa, sino del amor a ti; y para que amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos, atrayendo a todos, según podamos, a tu amor, alegrándonos de los bienes ajenos como de los nuestros y compadeciéndolos en los males y no ofendiendo a nadie (FF 270). Agradezcamos al Señor esta gran enseñanza que nos ofrece en esta noche de silencio y soledad. Oremos dedicando este silencio para que aprendamos de Él a vivir en medio de las injusticias y del mal de este mundo.

¡Laudato Si’!