No importa quién seas ni de dónde vengas, la Iglesia ofrece en su propio ser y en su desarrollo histórico la posibilidad de vivir como hermanos y hermanas, diversos pero unidos como familia cristiana. Esto es especialmente significativo en el mundo de hoy que excluye a tantos y que excluye aún más a algunos según su poder adquisitivo. Todos nosotros, como hijos e hijas de Dios, aportamos algo valioso a nuestro Cuerpo, el Pueblo de Dios, nuestra Familia (poderosas expresiones antiguas recuperadas con el Concilio Vaticano II). Venimos de diferentes culturas y circunstancias en todo el mundo. Vivir en diversidad y comunión, como lo hemos intentado a lo largo de dos mil años, con nuestros errores y aciertos, «avanzando juntos», es hoy una realidad muy valiosa en la perspectiva de la globalidad del planeta, una experiencia viva y probada para compartir con todas las demás personas y criaturas.

Entre nosotros, también valoramos cosas que quizá el mundo ya no valora: hacemos una clara opción preferencial por los empobrecidos. Y aprendemos juntos. Por ejemplo, los hermanos y las hermanas más pobres enseñan hoy a los demás a utilizar mejor los escasos recursos naturales, a compartir en familia y en comunidad, a no perder nunca la fe, a exigir justicia, a valorar cada día de la vida. También en todos los continentes miramos hoy a los pueblos Indígenas (LS 143-146; Compendio de la Doctrina Social n. 180 y 471), excluidos por el colonialismo y la expansión desarrollista, cuya sabiduría en la gestión de sus ecosistemas (bosque, montaña o vida marina) hoy capta la atención de la investigación ecológica y social. Ellos, que han sido históricamente excluidos y oprimidos, son ahora quienes mejor saben vivir en comunión con la creación. Ya lo dijo el Señor: «Muchos de los últimos serán los primeros» (Mc 10,31).

En la creación, todo está interrelacionado y es interdependiente, todo lo creado tiene un sentido, una intención, un deseo amoroso de existir. Por eso, cuando se daña o altera una parte, el conjunto sufre, cuando se elimina una especie (LS 32-42) o se cambia artificialmente el curso de un río, todo el ecosistema se desequilibra. Como en la Iglesia, a la que también hemos sido incorporados en nuestro Bautismo: «Así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros», «Y si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él» (cf. 1 Co 12). San Pablo nos recuerda que no debemos asumir que ser diferentes nos excluye de la comunidad, del Cuerpo de Cristo, sino que Dios quiere que seamos diferentes y diversos en nuestro ser humano, desarrollando cada persona su propia vida, según sus orígenes, historia y circunstancias. En nuestras diversidades naturales (etnia, sexualidad, capacidades, virtudes…) y culturales (tradiciones, rituales, trabajos, estudios, expresiones artísticas, aficiones, gustos…) todos somos necesarios pues pertenecemos a una misma biosfera.

La diversidad en los ecosistemas es garantía de salud y prosperidad: cuantas más especies e interacciones, más equilibrio y mecanismos de regulación recíproca. Del mismo modo, los cristianos hemos tratado de vivir el Evangelio desde los primeros siglos de nuestra Iglesia, como comunión de personas y pueblos diversos y fraternos, configurando quizá sin saberlo la sostenibilidad futura de nuestra especie. La voluntad del Creador es incluirnos a todos en su amor trinitario (LS 240), en su familia, y tal vez la superación de las separaciones fratricidas sea el único camino, por gracia del Espíritu Creador y deseado por el Creador, para que afrontemos con éxito los desafíos de nuestro crecimiento y de la futura gobernanza del planeta.

La Eucaristía es la mayor maravilla (LS 236) que podemos experimentar hoy en la vida, disfrutándola también desde nuestra conciencia de la ecología integral (LS cap. 4). Si la has vivido en una gran reunión, si has participado en una celebración en Roma, si perteneces a una parroquia o escuela que acoge a todos sin distinción, estás viviendo el sueño de Dios para nuestro planeta. Hermanos y hermanas unidos, juntos, que cantan, piden y le dan las gracias, que escuchan la Buena Noticia en su propio idioma y la meditan y profundizan con su ministerio, que se perdonan y se ofrecen generosamente, que se comprometen con los más necesitados e integran a los excluidos, que comen en la misma mesa al Dios único y compartido, que salen en paz al mundo…. ¿No es lo mejor que podemos ofrecer a nuestra Humanidad en este momento tan difícil? ¿No es la mejor llamada a la Comunión entre los seres humanos y con todos los seres vivientes? Es la primicia del amor cósmico (LS 236). Nuestra Eucaristía, nuestra máxima acción de gracias, expresa claramente la unidad en la diversidad, la fraternidad entre personas diferentes: la próxima vez que celebres la Misa, disfruta del mejor acontecimiento perpetuo, global, pobre, sanador y esperanzador, donde Aquel que VIVE da vida al mundo.